De pronto lo vi en un camino alternativo, disfrutando de un zorro apretado por un vehículo desprevenido. Era corpulento, de un plumaje marrón terroso, con garras y pico curvo, como aquel viejo pirata, y su cuello azulado.
El ejercicio consistía en cortar la ruta entre Güemes y Salta, con un vértice en un paraje leñero llamado Palomitas, y tenía que hacerlo en 10 minutos. Recuerdo que me encontré con una docena de policías de mismo uniforme, los cuales eran desconocidos para mí.
Los fogonazos de las armas iluminaban más que los vehículos estacionados. Entonces pasó lo que jamás podré olvidar: jóvenes de ambos sexos, primero de rodilla, dieron gritos de lamentos, dolor y ayuda. Hasta ahora creo recordar sentir el llanto de un bebé.
Por Juan Antonio Abarzúa y Adrián Quiroga Navamuel, El Tribuno, Salta, 31 de Agosto del 2003
Simeón Véliz tiene 74 años, fue un agente policial durante toda su vida. Jubilado hace más de dos décadas, está lúcido y en su memoria guarda un hecho para él -y para la historia- inolvidable: lo ocurrido la noche del seis de julio de 1976, a 17 kilómetros de su destino de entonces, la comisaría de General Güemes: la Masacre de Palomitas, en la que 11 presos políticos fueron acribillados a balazos por sicarios de la sangrienta dictadura militar que oscureció la Argentina durante siete aciagos años.
Véliz, señala el sitio, ahora diferente, donde ocurrió el desastre Está jubilado, tiene 74 años y estuvo en el lugar de la masacre a pocas horas del hecho, en la ruta nacional 34. "Había pozos con sangre, orejas, dientes, pelos y miles de cápsulas de F.A.L. que levantábamos de la calle a puñados".
Luego de casi tres décadas de investigaciones, Véliz, que paradójicamente sirvió durante 9 años de su carrera en el ya desaparecido destacamento de Palomitas, donde, en un calabozo, nació su hijo Jesús Vélix, ahora comisario y anotado con "x" "por un error del Registro Civil" que nunca arreglé", tomó una decisión: dar a conocer detalles de cosas que se mantenían en secreto y de las que jamás nadie había hablado: del contubernio y la conspiración montadas entre los militares de entonces y elementos del cuadro jerárquico de la policía de la provincia, antes y después del tan macabro como triste suceso.
La Masacre de Palomitas, comenzó a ejecutarse la mañana del seis de junio de 1.976, aunque su gestación, es evidente, había empezado mucho antes. Ese día, por la mañana, el comandante de la guarnición local, Carlos Alberto Mulhall, citó a su despacho al director del penal de Villa Las Rosas, Braulio Pérez y le comunicó que habría un traslado de presos políticos. A las 19.45, en el establecimiento carcelario, se presentó el entonces -ahora mayor retirado, millonario y propietario de una agencia de seguridad en la Patagonia- César Espeche, para retirarlos.
Y dio dos órdenes: "esto no se anota en los registros", la primera. La segunda, fue más más compleja y tenebrosa aún: apagar todas las luces y retirar a los guardiacárceles de los pasillos a objeto de que la operación resultara lo más secreta posible; no permitir que los detenidos llevaran consigo dentaduras postizas, lentes de contacto ni ropa de abrigo, pese a que hacía mucho frío.
Una de las víctimas, Raquel Leonard de Avila, debió dejar a su bebé, de pocos meses y que estaba con ella en el recinto puesto que todavía lo amamantaba. Pocas horas después de aquello, las 11 personas que integraban la fatídica lista elaborada por los militares golpistas, caían acribilladas a balazos en la ruta nacional 34, 17 kilómetros al Sur de General Güemes, en el paraje conocido como Palomitas.
Las vivencias de Véliz
"Nosotros no teníamos idea de lo que estaba ocurriendo ni lo que había sucedido con los detenidos que habían secuestrado desde Villa Las Rosas. Pero esa misma tarde, como durante varias semanas anteriores, las autoridades de la comisaría estaban nerviosas.
Nuestro jefe, Oscar Correa, había recibido la visita de un inspector mayor que había venido de Salta, Héctor Trobatto, con el que se encerraba permanentemente en su oficina. Cuando salían, Correa se mostraba más nervioso aún, no así Trobatto, que tenía todo el aspecto de esos oficiales de película: delgado, atlético, muy serio, con bigotes y una mirada característica de los que tienen poder y saben mandar".
"Me acuerdo muy bien de él porque es de por aquí cerca, de Betania, y había estado varias veces, durante los días previos a la masacre, en Güemes. El mismo nos había dicho que la zona estaba llena de guerrilleros, que andaban robando autos. Por ello mismo y en virtud de esas informaciones, es que todas las noches nos tenían haciendo guardia en el "cruce" para "encontrar a los extremistas".
"Esa noche, Trobatto le dio, con un movimiento de cabeza, una orden a Correa, quien nos convocó y nos envió en un móvil a cumplir una misión, pero sin decirnos cuál. Tres de nosotros -el agente Ricardo Arquiza, que ahora anda "levantando tómbola"; José "Vaso" Michel y yo- nos fuimos en un vehículo azul, que manejaba el oficial Raúl Huari.
Cuando llegamos, nos dimos cuenta que estábamos en el paraje Las Pichanas, cerca de Palomitas. "Bájense -nos dijo Huari- ustedes se van a quedar de custodia hasta mañana. Que nadie se acerque ni se detenga a mirar.
Se van a quedar aquí, allá y acá", nos señaló, dándonos puestos separados treinta metros uno de otro. "No se junten ni se acerquen para conversar", advirtió imperativamente y se fue. Y allí, con un frío tremendo, estuvimos toda la noche. En el lugar, había dos vehículos, una camioneta que ardía y un Ford Fairlaine" (las investigaciones dicen que era un Torino, que como la pick up, habían sido robados por militares a la altura de Cobos, haciéndose pasar por guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo).
"La camioneta ardía pero igual no se veía nada porque la ruta no era como ahora, sino mucho más angosta y rodeada de monte. Los árboles se tocaban copa a copa y la oscuridad era total".
Veliz, al relatar los acontecimientos, no tiene dudas ni lagunas. Y al respecto, siguió: Cuando empezó a amanecer, nos dimos con un espectáculo espantoso: en el lugar habían restos humanos: pelos, dientes, orejas...era algo terrible. Michel, me llamó: "vení a ver esto".
Cerca del auto, habían más restos humanos, mucha sangre y masa encefálica. Era un reguero. Todo indicaba que alguien había tratado de huir por el monte, pero no había logrado su intento. Más tarde hallamos rastros, todos de botas militares.
Y en el asfalto habían miles de cápsulas de FAL (Fusil de Asalto Ligero); tantas que las agarrabamos a puñados. Y más aún, en tres lugares distintos, había pozos con sangre. Nos miramos y coincidimos.
"Aquí mataron a varios", dijo "Vaso" y concluyó en que todos habían sido arrumbados, uno sobre otro, en tres grupos diferentes, donde deben haberlos rematado, a juzgar por los pozos con sangre, que eran impresionantes. La escena era más que dramática y nunca la he podido olvidar".
Atando cabos
"Cuando regresé a la comisaría, luego de aquella jornada, ellos me contaron que Trobatto y Correa se habían reunido días antes varias veces con personas desconocidas, la última, 24 horas antes del crimen. En realidad, yo sabía eso porque también había visto movimientos sospechosos pero los había atribuido a eso que decían que andaban los extremistas robando autos.
Es más, con el tiempo me he dado cuenta que hay cosas que se encadenan al hecho: no mucho antes de los sucesos que le costaron la vida a esas personas, un oficial que falleció hace cinco años, don Francisco Arapa, hizo un procedimiento que habría merecido las felicitaciones de cualquier superior, pero que a él le costó castigos y persecuciones.
Resulta que este hombre, advertido de eso de los "extremistas", recibió de un gaucho, la información de que en la hostería del rio Juramento (la ex posada del Autómovil Club, ahora abandonada), estaba bebiendo un grupo de personas armadas, con uniformes militares pero sin insignias identificatorias.
"Arapa, que era un tipo muy astuto, en absoluto sigilo se fue al lugar, rodeó la zona y atrapó a estos tipos, que efectivamente andaban armados. Los maniató y los trajo detenidos a la comisaría. El creía que había hecho lo correcto y que después de aquello, poco menos que lo iban a condecorar.
El abogado Martín Ávila, delegado en Salta de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, pidió ayer la detención del ex juez Ricardo Lona en calidad de instigador y partícipe necesario de la masacre en Palomitas, el fusilamiento de 11 presos políticos que permanecían en la cárcel de Villa Las Rosas, cometido el 6 de julio de 1976 en las cercanías del paraje homónimo.
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