martes, 13 de marzo de 2012

El testimonio de Alejandra Santucho en el juicio por los crímenes cometidos en el Circuito Camps

“Mi abuela se murió esperando”

La hija de Rubén Santucho y Catalina Ginder relató cómo fue en 1976 el secuestro de sus padres, aún desaparecidos, y de su hermana Mónica, cuyos restos fueron identificados hace tres años. “El cuerpo está fusilado”, dijo Alejandra.

Por Alejandra Dandan
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Alejandra Santucho, con una foto de su hermana, secuestrada cuando tenía 14 años.

Después de declarar, Alejandra Santucho se cruzó con uno de los jueces en la parte de atrás de la sala. Mientras daba su testimonio había sacado de su cartera una foto de su hermana. Quería que los jueces miraran la cara de Mónica, que le pusieran una imagen al nombre de esa víctima del terrorismo de Estado. Al final, antes de irse, intentó decir algo sobre lo importantes que eran los juicios, pero aclaró que la Justicia demoró 35 años en llegar, que en su lugar, allí ante el tribunal, debía haber estado su abuela, pero que ahora ya estaba muerta, como se mueren también muchos genocidas antes de ser acusados. Alejandra entonces dejó la sala, y fuera de escena, en un pasillo del teatro donde se hace el juicio por los crímenes cometidos en el Circuito Camps, el juez la detuvo: “Le pido perdón –le dijo– en nombre de la Justicia”.

“En el momento no le entendí, pero después entendí que me lo decía por los 35 años que habían tardado”, dice ella. “Yo no me acuerdo de todo y vos ves que en los juicios faltan los viejos que fueron los que se movieron en ese momento y ahora se murieron. Y hoy los que cuentan todo somos los descendientes, pero en nombre de algo que es una cosa irrecuperable. Por supuesto, eso no quita que el juicio es reparador, a mí me cerró parte de mi historia.”

Santucho declaró en La Plata por el secuestro de su hermana Mónica, a los 14 años. Alejandra presenció el operativo en diciembre de 1976, cuando sólo tenía 10 años. Vio, además, el bombardeo a la casa de sus padres. Rubén Santucho y Catalina Ginder militaron en la Jotapé a comienzos de los ’70, y para el ’76 estaban en Montoneros, escapados de Bahía Blanca e instalados en La Plata. Quienes siguen la historia de la devastación de Montoneros en la capital provincial en esos primeros meses de la represión atan la caída de los Santucho en la línea que comenzó poco antes del bombardeo a la imprenta de la casa de la calle 30, en noviembre de 1976, donde cayeron el hijo, la nuera y la nieta de Chicha Mariani. En una misma línea histórica, también asociada al mismo grado de violencia.

“Todo lo que relato del secuestro de Mónica es porque yo estaba ahí”, dice Alejandra. “Siempre digo lo mismo porque es difícil que pueda cambiarlo: es tal cual como me lo acuerdo todavía.”

Como una guerra

“Para diciembre (del ‘76), todos los días escuchábamos de compañeros de Bahía Blanca que habían caído, que faltaban, que los habían agarrado. Pese a mi edad, yo estaba muy metida en el medio: sabía quiénes venían y el último mes, lo recuerdo muy caótico, de cortarse los contactos; que dijeran ‘cayó fulano’, que no encuentran a aquel. Veía a mi vieja llorar por compañeros entrañables. Incluso creo recordar que nos traían hasta para comer porque ¿dónde iba a conseguir trabajo mi viejo? Ese último tiempo en la casa no había grandes movimientos, todo estaba muy poco operativo, como una hecatombe, aislados: me acuerdo que era algo así como estar sentados esperando que ellos vinieran.”

El 3 de diciembre a la hora de la siesta hacía calor. “Yo nunca quería dormir la siesta y me iba a jugar. En casa, mi papá seguro que estaba durmiendo y yo estaba con una amiga, sentada en la vereda de tierra de la casa de enfrente. De golpe, pero muy de golpe, tipo película, escucho que empiezan a gritar: ¡efectivos, efectivos! Y ruidos, helicóptero, y nos gritan: ‘¡métanse adentro!’. Y veo a la madre de mi vecina que nos agarra del brazo y nos mete adentro.”

“No sé si en ese momento, pero mi mamá dice: ‘¡No tiren! ¡No tiren que hay chicos!’ Yo sé que mi mamá grita, que no tiren, que hay chicos, no sé si fue ahí o después. Y después, veo que dan una orden y salen mis hermanos. Mónica con Juan Manuel de la mano, y llevan en brazos al bebé de la pareja que vivía con nosotros, que en ese momento no estaba. Salen los tres de la casa. A Mónica le sacan a los dos chicos y a ella la secuestran. Mi papá y mi mamá quedan adentro. Cierran todo y ahí comienza la balacera impresionante”.

Sólo años después supo que todo duró una media hora, porque en ese momento le pareció algo eterno, eso que vuelve a decir que era impresionante o que parecía una guerra.

“Cuando termina todo, salgo a la vereda, veo el despliegue de camiones, que sacaban cosas de adentro de mi casa, subían cosas envueltas con unas cobijas. Y yo distingo las cobijas que eran de mi casa y más tarde hago la relación: esos podían ser los cuerpos de mis padres”.

–¿Te acercaste?

–Imposible –dice–. Ellos a mí no me habían registrado. Después, los vecinos nos dejan a Juan y a mí en una casa de la esquina. Creo que a los vecinos no les debía gustar nada la idea, me miraban con una cara de lástima tremenda, pero temblaban y tenían un miedo bárbaro. Al bebé lo viene a buscar de repente el abuelo, que era un comisario. No bien paró el tiroteo, salgo de la casa de mi amiga, veo el auto y veo que le dan el bebé a su abuelo y se lo lleva.

A la noche, ese mismo viernes, golpearon la puerta de la casa en la que estaban. Eran del Ejército. “Yo escuchaba que la mujer les decía: ‘Uy’, y miraba a Juan y decía que era muy chiquito. Y en una de esas la escucho preguntar bien fuerte: ‘¿Y la hermanita, señor?’ ‘Quédese tranquila –le dijo el hombre–: la hermanita está bien, la llevamos para interrogar’. Yo paré la oreja y todavía escucho esa frase que tengo grabada”.

El sábado mandaron a una supuesta asistente social. Les dijo a los vecinos que quería hablar a solas con Alejandra. Salieron al patio, puso dos sillas y comenzó un interrogatorio. Alejandra está convencida de que esa mujer la miró con cara de odio.

“Como mi familia estaba perseguida, yo decía que me llamaba de otra manera, que éramos de Olavarría y eran mentiras en la mente de una niña de diez años que no podía captar que seguramente, en ese momento –dice–, pobrecita mi hermana ya habría dicho quiénes éramos y de dónde veníamos, creo que por eso esa mujer me miraba así, porque debía saberlo.”

Antes de irse, la mujer le dijo que se quedaran tranquilos porque el lunes iban a ir a buscarlos para llevarlos con su madre. A Alejandra, que ya había entendido que esas cosas envueltas en frazadas que sacaron de su casa podían ser los cuerpos de sus padres, aquello le hizo “ruido”. No le creyó.

En carro de basura

Ni ella ni su hermano podían salir de la casa. Los vecinos habían recibido una orden del Ejército. Pero ese sábado, poco después, apareció uno de los heladeros del barrio en el alambrado. Era un muchacho de 18 o 19 años, compañero de sus padres y Alejandra no sabía si de verdad era heladero o andaba disfrazado.

“Me acuerdo que esa tarde él se acercó y me preguntó si había vigilancia en la casa. Le dije que no y le dije que el lunes nos iban a venir a buscar. Así que el domingo a la noche volvió con dos muchachos”, cuenta. “Golpearon la puerta, dijeron que eran del Ejército y ¡pobrecitos los vecinos que se pegaron un susto tremendo! Yo los reconocí, así que me levanté al toque, me ayudaron a vestirme y nos fuimos camuflados en un carro de basura. Fuimos a parar a una villa, me acuerdo que cruzamos el arroyo Los Gatos. Y ahí estuve no sé si días o uno o dos meses, sólo sé que los compañeros me trataron maravillosamente.”

Alejandra no sabe aún cuál es la villa, ni volvió, tampoco volvió al antiguo barrio. “Todavía no son cosas fáciles de hacer. El bombardeo dejó la casa con el ladrillo a la vista, sin una gota de revoque, le volaron el frente directamente.”

Después de esos días o meses, ella y su hermano se fueron a la casa de unos tíos a Ezeiza y luego a Bahía Blanca, con su abuela, que siempre creyó que Mónica seguía con vida. Primero esperaban que cumpliera 18 años, convencidos de que podía estar en un instituto de menores, y entonces quedaría en libertad. Después esperaron el comienzo de la democracia. Cuando no llegó, siguieron esperando.

“Mi abuela se murió esperando, estaba segura de que un día iban a tocar el timbre de casa y me decía: ‘Vas a ver que van a venir los tres’. Es muy común en las abuelas esto de la negación, que no pueden creer que estén muertos y es parte de la perversidad de no tener los cuerpos: ellas no lo podían digerir así nomás.”

Se cree que a Mónica se la llevaron como una especie de trofeo, después de haber estallado la casa. Se sabe que pasó por los centros clandestinos de detención de Arana y la Comisaría V. Los sobrevivientes contaron que tuvo un episodio de apendicitis y que cuando las detenidas llamaron a un médico la atendió un peluquero. Cuando Alejandra terminó su declaración, una sobreviviente se acercó a ella para darle el nombre del peluquero, le dijo además que aún está vivo y sigue en libertad.

Del centro clandestino se supone que a Mónica se la llevaron el 23 de enero de 1977, porque fueron a la celda y le dijeron: “Agarrá las cosas que te vas a ver a tu abuela”. El Equipo Argentino de Antropología Forense identificó sus restos en 2009. “Quiero destacar que el cuerpo está fusilado”, dijo Alejandra. “Los huesitos están quebrados, cuando el EAAF me lo dio, nosotros pedimos verlo: estaba entero, no faltaba nada, pero me llamó la atención que tenía los dos brazos y las costillas como encimados. Me dijeron que fueron aparentemente disparos a corta distancia: una ráfaga de disparos a muy corta distancia. Entonces entendí que después de ese relato de que se iba, a la piba parecen fusilarla, entonces ya está, me dije cuando lo supe, el círculo cierra, no tenés mucho más.”

En cambio, los padres, Rubén y Catalina, siguen desaparecidos. Juan tiene tres hijos. Alejandra, una hija y milita en HIJOS de Bahía Blanca. El heladero, al final era heladero de profesión, y le decían el “El Colo”: Alejandra se lo encontró por primera vez el lunes pasado, después del juicio. El le contó que aquel día del ataque a la casa, a la hora de la siesta, iba a llevar a Mónica a vender helados. Que Mónica dijo que sí, pero no fue porque tenía la bicicleta pinchada. En la puerta de la sala también escuchó a alguien que se le presentó y le dijo: “Yo soy aquel bebé”: el niño que su hermana Mónica sacó en brazos de la casa. Y conoció, aunque lo había visto a los diez años, a otro de los compañeros de sus padres que la rescató de aquella casa. Había también otro compañero, pero está desaparecido.

Fuente: pagina 12


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martes, 6 de marzo de 2012

OPINION

Los cobardes y el pasado



Por Eric Nepomuceno

Desde Río de Janeiro

“Quien niega el pasado es cobarde.” La frase del general Pedro Aguerre, comandante del ejército uruguayo, cae como sombrero papal sobre la cabeza de los cardenales de las fuerzas armadas brasileñas en situación de retiro. Muchos de ellos tratan de negar el pasado y lo hacen ostensiblemente. Cobardes todos.

Pero, más que un súbito ataque de cobardía, hay algo que necesita ser entendido en esa actitud. Los militares, lo sabemos bien, tienen una especie de culto fervoroso a la jerarquía y a la disciplina. ¿Cómo explicar, entonces, esa desairada ola de insubordinación, de insolente irrespeto, dirigida a la comandante suprema de las Fuerzas Armadas, como asegura la Constitución, la presidenta Dilma Rousseff?

No ha sido por mero azar ni por un brote de resentimiento que el Club Militar, que agrupa a los retirados de las tres armas, difundió una contundente nota exigiendo de Dilma Rou-sseff una reprimenda a dos de sus ministras, la de Derechos Humanos, Maria do Rosario Cunha, y la de la Mujer, Eleonora Menicucci, por los términos en que se refirieron a la dictadura que imperó en el país entre 1964 y 1985. Tampoco ha sido por distracción que aseguraron no reconocer autoridad en el ministro de la Defensa, embajador Celso Amorim. Dilma reaccionó y en un primer momento los militares retirados accedieron a retirar la nota de la página institucional del Club Militar en Internet, con sus 98 firmas. Pero cuando la presidenta determinó que los responsables fuesen castigados, empezó el alboroto.

Primero, los cabecillas de los uniformados retirados presionaron a los comandantes en activo. No aceptaban ser reprimidos. Segundo, aseguraban contar con respaldo legal para opinar. Y el texto volvió con 784 firmas (hasta la noche de ayer). Entre ellas, las de 64 oficiales-generales del ejército y de la fuerza aérea (ningún oficial-general de la Armada había adherido), 334 oficiales superiores (o sea, con rango de coronel), 192 oficiales y unos 200 civiles. Un número significativo, aunque el verdadero nudo sea otro: ¿por qué hacen silencio los comandantes de las tres armas? ¿Cuál el grado de impunidad con que cuentan los insolentes?

La ley brasileña es clara: a los oficiales retirados se les permite una serie de prerrogativas que son vedadas a los activos. Pueden postularse a elecciones, por ejemplo. Pueden emitir opiniones políticas y criticar a gobernantes. Pero en ninguna línea de ninguna ley está permitido que cometan actos de insubordinación, que desacaten a sus superiores, que desafíen a la presidenta. Y es lo que están haciendo.

Uno de los que niegan el pasado, el general retirado Luiz Eduardo Rocha Paiva, dice que el periodista Vladimir Herzog no ha sido asesinado bajo tortura, sino que murió “en una situación dudosa”. Dice que nunca supo de torturas en el ejército. Dice dudar de que la presidenta haya sido torturada a lo largo de sus más de dos años de cárcel. Y, para redondear, pregunta si Dilma Rousseff será convocada a dar testimonio frente a la Comisión de la Verdad, como supuesta cómplice de un atentado practicado por una organización armada que resultó en la muerte de un conscripto durante un ataque a un cuartel del ejército.

Es más que evidente que se trata de una clara reacción preventiva a la instalación de la Comisión de la Verdad, cuya tarea es precisamente sacudir a los cobardes, o sea, revisar el pasado. A dejar de negarlo.

Lo que llama la atención es, en primer lugar, que varios de los que ahora se manifiestan sean oficiales recién pasados a retiro, que hasta hace poco ocupaban puestos de relieve en los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y de Lula da Silva.

En segundo lugar, lo que ocurre muestra que el tema de la memoria, de la verdad y de la justicia ha sido apenas tocado de roce en Brasil a lo largo de los últimos 27 años, cuando regresaron los civiles al poder. Siguen impunes los responsables por los crímenes de lesa humanidad. Y, más que impunes, siguen llenos de soberbia en su sacrosanta impunidad.

Es importante recordar que todo eso ocurre cuando un fiscal de la misma Justicia Militar, Otavio Bravo, decidió abrir investigación judicial sobre cuatro casos de desapariciones, o sea, de asesinatos durante la dictadura. Hay casi doscientos casos documentados, pero el fiscal decidió empezar por cuatro.

La tesis de Otavio Bravo asustó a los que niegan el pasado: el Supremo Tribunal Federal, corte máxima brasileña, declaró que la desaparición forzada es equiparable al crimen de secuestro, que no prescribe. Si hubo secuestro, y si el secuestro es un “crimen continuo”, no puede haber prescripción ni amnistía hasta que no aparezca el secuestrado o su cadáver. Y si aparece el cadáver, los responsables serán denunciados por el crimen de ocultación.

En realidad, el brasileño sigue la senda abierta por sus colegas chilenos. O sea: un fiscal de la Justicia Militar, otra excrecencia heredada de la dictadura, actúa a favor de la verdad. Ahí está el nudo de esa crisis: el miedo de los cobardes. La soberbia de los que se creen impunes.

¿Cómo Dilma Rousseff enfrentará ese problema, cómo logrará superar ese obstáculo? ¿Qué pasará a los insubordinados que temen al pasado?

De todas formas, una cosa ya está a la vista: las heridas de la confrontación entre los militares que violaron la Constitución y se apoderaron del país a lo largo de una noche de 21 años, y los que consagraron su juventud –y sus vidas– a la resistencia, están lejos de cicatrizarse.

Los que resistieron padecieron exilio, cárcel, torturas, persecución, muerte. Los golpistas padecen del peor de los males: el temor a la memoria, la verdad. El pavor al pasado. Padecen la enfermiza condición de cobardes sin otro remedio que la insolencia asegurada por la impunidad.


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ARGENTINA PIDIO A INTERPOL LA CAPTURA DE CLAUDIO VALLEJOS

El represor que se ufanó de capturar a un pianista

Por Darío Pignotti

Desde Brasilia

Con los días contados. Argentina solicitó a Interpol la captura de Claudio Vallejos, un represor de la ESMA que, según su propio relato, participó en el secuestro del brasileño Francisco Tenorio Cerqueira, el pianista que acompañaba a Vinicius de Moraes durante su gira porteña en 1976, a seis días del golpe.

“Desde que nos llegó la noticia del paradero de Vallejos hasta que se pidió su captura internacional pasaron dos días hábiles, los trámites ante Interpol se hicieron rapidísimo, si uno analiza la actitud de nuestro gobierno ve que hay una fuerte decisión de extraditarlo, esto quedó muy claro”, evaluó un diplomático argentino en Brasilia. Vallejos, radicado en Brasil hace casi tres décadas, estuvo detenido por estafa en la cárcel de Xanxeré, interior de Santa Catarina, desde el 4 de enero hasta el lunes pasado, cuando las autoridades concluyeron que el argentino debía estar en una cárcel para delincuentes peligrosos.

“Después de tomar conocimiento de que Vallejos no era sólo un estafador, que contra él hay acusaciones de participar en el terrorismo de Estado decidimos enviarlo al presidio de Lages, hay mucha más seguridad que acá, lo llevamos en dos móviles policiales, custodiado por efectivos fuertemente armados” declaró Luiz Brandielli, director del presidio de Xanxeré. El traslado de cárcel fue entendido por la diplomacia argentina como una señal de que Brasil resolvió cerrar las vías de escape al represor-estafador.

“Nosotros temíamos que algún juez del interior pudiera darle la libertad condicional a Vallejos por el proceso por estafas, corríamos el serio riesgo de que se nos escapara de las manos, pero ahora mi impresión es que no sale más”, se tranquiliza el diplomático argentino que, como es de práctica, pide que su identidad no trascienda.

Vallejos ganó fama, y algunos miles de dólares, en 1986, cuando declaró a revistas brasileñas que mató a decenas de prisioneros y torturó a otros tantos, además de haber participado en el secuestro del pianista Cerqueira en marzo del ’76.

Al parecer, Vallejos reiteró, durante una conversación informal ocurrida en la cárcel del sur brasileño hace diez días, que participó en el rapto del pianista y fue testigo de su ejecución. Esa historia, la del tecladista de Vinicius, es un caso emblemático del Cóndor, en el eje Brasil-Argentina, y acaso abra camino para esclarecer otros secuestros “binacionales” como el del brasileño Sidney Fix dos Santos Marques, también raptado por elementos de la ESMA.

La orden de captura internacional contra Vallejos cae como un guante a los organismos de derechos humanos brasileños en vísperas de la creación de la Comisión de la Verdad, promulgada en noviembre pasado por la presidenta y ex presa política Dilma Rousseff, quien según su propio testimonio fue torturada durante 22 días consecutivos en 1970.

En una entrevista divulgada ampliamente por el canal de cable y el diario del grupo Globo, el general retirado Luiz Eduardo Rocha, que ocupó la Secretaría General del Ejército hasta 2007, desafió a la presidenta con términos que rayan en la insubordinación.

“(Usted) dice que ella (Dilma) fue sometida a torturas, pero existen certezas de eso?...no lo sé”, ironizó Rocha Paiva en el reportaje.

Seguidamente, el general retirado, que en varios pasajes de la entrevista enrojeció de rabia al ser cuestionado por violaciones de los derechos humanos, aseguró que los generales en actividad son, al igual que él, defensores de la Ley de Amnistía, sancionada por el dictador Joao Baptista Figueiredo en 1979 y deploró la Comisión de la Verdad.

Entidades castrenses han lanzado un sinfín de zancadillas contra la Comisión que sólo entrará en funciones cuando Dilma designe a sus siete miembros, decisión que se ha demorado más de lo necesario, opina la mayoría de los organismos de derechos humanos.

Uno de los libelos firmado por cerca de 400 militares en retiro asegura ver por detrás de la Comisión un supuesto “revanchismo” del gobierno y glorifica a la Amnistía o “Autoamnistía” según la definió, en diálogo con este diario, Rose Nogueira, ex compañera de celda de Dilma y actual miembro de Tortura Nunca Más.

A estar por este cacareo de los militares jubilados y el gesto indignado de los jefes de las fuerzas armadas el día que Dilma anunció la Comisión en el Palacio del Planalto, hace cuatro meses, se deduce que en los cuarteles comprendieron que éste es el primer intento serio, en 27 años de democracia, por averiguar lo sucedido durante el régimen.


Fuente: Pagina 12, lunes