martes, 24 de abril de 2012





“Estás en La Cacha, de Cachavacha, la bruja que desaparece gente”



Año 5. Edición número 205. Domingo 22 de abril de 2012
Por Daniel Cecchini y Alberto Elizalde Leal
dcecchini@miradasalsur.com



Plano. Los croquis dibujados por algunos de los sobrevivientes permitieron reconstruir el edificio de la cacha, demolido a principios de los ’80 para no dejar rastros./ Panorámica. el penal de Olmos, en cuyos terrenos estaba el centro clandestino de detención./ Inteligencia. el destacamiento 101 tenía sede en La Plata./ Documento. esta vieja fotografía del edificio de la cacha fue rescatada del archivo del S.P.B./ Fachada. la cacha funcionó en la vieja planta de Radio provincia.



Funcionó entre 1977 y 1978 en las afueras de La Plata y fue uno de los centros clandestinos de detención más sofisticados de la dictadura. Ahora, la causa que lo investiga fue elevada a juicio.

El Juzgado Federal Número 1 de La Plata, a cargo del juez Manuel Blanco, acaba de elevar a juicio las actuaciones que permitirán juzgar y condenar a los responsables mediatos e inmediatos de La Cacha, un centro clandestino de detención que funcionó entre 1977 y 1978 en las afueras de La Plata y que constituye un caso emblemático de la represión ilegal por su carácter de interfuerzas y su estructura operativa y de inteligencia. La Cacha fue creado en el marco de una etapa definida del plan sistemático de represión ilegal diseñado por la junta militar y respondió a la necesidad de obtener información precisa para desmantelar los últimos vestigios de resistencia organizada a la dictadura cívico militar. Miradas al Sur tuvo acceso a documentación hasta ahora desconocida sobre su funcionamiento, entrevistó a sobrevivientes y pudo establecer el modus operandi de sus grupos de tareas y de sus equipos de interrogadores, así como reconstruir su estructura edilicia, destruida hasta los cimientos por los represores para borrar todo vestigio de su existencia.
A principios de 1977, la vasta geografía de la Capital Federal y las provincias de Buenos Aires y La Pampa se hallaba bajo la jurisdicción militar de la Zona I dependiente del Comando del Primer Cuerpo de Ejército, en ese entonces al mando del general Guillermo Suárez Mason. La línea de comando se continuaba en la Subzona 11 y finalizaba en el Área 113 para los partidos de La Plata, Brandsen, General Paz y Monte. Los mandos del Ejército, que tenían “la responsabilidad primaria en el esfuerzo de inteligencia en la lucha contra la subversión”, instrumentaron en esta área varios centros clandestinos de detención, el COT1 en Martínez, el pozo de Banfield, el pozo de Quilmes, Arana en las afueras de La Plata, la Comisaría Octava y la Brigada de Investigaciones en La Plata y La Cacha (también conocida como “el Casco” por algunos represores de otras jurisdicciones). Esta última estaba ubicada en Lisandro Olmos, en terrenos de la Unidad Carcelaria Número 1 del Servicio Penitenciario Bonaerense, en un edificio de la vieja planta transmisora de Radio Provincia. En todos ellos, los represores de las Fuerzas Armadas, policiales, penitenciarios y civiles adscriptos ejercieron un poder de vida o muerte a fines de “neutralizar y aniquilar al oponente”, que eran “todas las organizaciones o elementos integrados en ellas existentes en el país o que pudiera surgir del proceso que de cualquier forma se opongan a la toma del poder y/o obstaculicen el normal desenvolvimiento del gobierno militar a establecer”.
La función de las unidades de inteligencia militar –que en el área 113 estaban a cargo del Destacamento de Inteligencia 101, en la calle 55 entre 7 y 8 de La Plata, al mando del coronel Alejandro Arias Duval– fue diseñar y controlar el accionar represivo, seleccionando blancos, determinando el orden de los detenidos, asignándoles un destino de acuerdo a un patrón operacional y planificar la continuidad en el tiempo y el terreno de la actividad contrainsurgente. Este accionar no era improvisado ni espontáneo, se enmarcaba estrictamente en Reglamentos, Normas, Manuales y Órdenes de combate de las Fuerzas Armadas.

La Captura. Todo comenzaba con una operación que era casi siempre igual a sí misma, un procedimiento mecánico: un grupo operativo (llamado Grupo de Acción Especial, GAE en la terminología de la inteligencia militar) formado por seis u ocho personas armadas se desplazaba en dos o tres automóviles hacia una “zona verde” o “zona libre” donde irrumpían violentamente en un domicilio –generalmente, de noche– y secuestraba un hombre, una mujer, una familia entera, un adolescente, un anciano, un “objetivo” previamente confirmado a través de una precisa cadena de mandos. En sus declaraciones a la Conadep, el suboficial del Ejército Orestes Vaello (Legajo Conadep 3675) describió minuciosamente (y aportó copias cuyos originales no han podido ser aún fehacientemente contrastados con los originales en sede judicial) las fichas que los destacamentos de Inteligencia militar usaban para determinar y controlar la acción represiva sobre sus objetivos.
Luego del secuestro, el paso siguiente era el traslado del “paquete” –como llamaban a las víctimas los miembros de las patotas– al QTH prefijado, un LRD (Lugar de Reunión de Detenidos), un centro clandestino de detención, donde otra rutina, siniestra e inhumana se ponía en marcha: el interrogatorio bajo diversas formas de tortura y el cautiverio por días, semanas y meses en condiciones de privación sensorial (encapuchados), atados o encadenados, mal alimentados y en precarias condiciones de salud por la tortura y la falta de higiene. En La Cacha, esta metodología alcanzó un grado extremo de sofisticación.

La investigación. El expediente judicial elevado a juicio hace unos días establece que el punto nodal del inicio de la investigación sobre La Cacha se puede ubicar en “la valiosa y valiente declaración conjunta de parte de los sobrevivientes en la Comisión Arquidiocesana para los Derechos Humanos del Arzobispado de Sao Paulo, Brasil que se conoce como Clamor”. En esa declaración, firmada el 20 de octubre de 1983 por los sobrevivientes Néstor Torrillas, Nelva Falcone, Alberto Diessler, Roberto Amerise, Anamaría Caracoche, José Luis Cavalieri, Alcira Ríos y Luis Pablo Córdoba, aparece por primera vez un croquis y una descripción de las instalaciones de La Cacha con su distribución interna y, no menos importante, una lista con los apodos y la pertenencia de los represores a cada arma o dependencia que intervenía y su distinción funcional (guardias, torturadores). Los oficiales Daniel y Pituto de la Marina; los “Carlitos”, guardianes que pertenecían a esa arma, El Bueno, El Enfermero, Puente Roto. El mayor del Ejército Cordobés, los tenientes Inglés y Amarillo, el cabo Willy, el cabo Mostaza. El siniestro interrogador El Francés del SIE (Servicio de Informaciones del Ejercito, al principio erróneamente consignado como de la Side), los agentes Pablo, Jota y Tarzán. El brutal Oso Acuña, del Servicio Penitenciario Bonaerense, y los agentes Sabino, Dani y Palito. Apodos que la memoria de los sobrevivientes y su compromiso con la vida y la verdad aportaron al diagrama general del circuito represivo que la investigación judicial se encargaría de ampliar y profundizar.
A partir de las declaraciones en San Pablo, otros testimonios de sobrevivientes ante la Conadep y durante los Juicios por la Verdad engrosaron el caudal informativo que fue motivo de requisitorias solicitando detenciones de personal penitenciario acusado por denuncias anónimas presentadas ante la Secretaría de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires. Sumando otras denuncias que responsabilizaban a personal militar, la Secretaría Especial del Juzgado 1 comenzó en 2004 un minucioso trabajo de recolección de testimonios e investigación de legajos militares, policiales y penitenciarios. La traba que significaba el secreto de Estado para el personal civil que había revistado en los destacamentos de Inteligencia fue removida por decreto presidencial del 6 de enero de 2010, lo que permitió el cotejo de los nombres y apodos surgidos en las actuaciones judiciales con los legajos de personal actuante en los años investigados. Las querellas presentadas por la Asociación de Ex detenidos desaparecidos, las Abuelas de Plaza de Mayo y la Secretaría de DD.HH. de la Nación sumaron su aporte presentando imputaciones, acompañando informes y solicitando detenciones.
La dedicación de los integrantes de la Secretaría Especial del Juzgado, Ana Cotter, Sandra Mañanes, Laura Pozzio, Emiliano Gassaneo y Agustin Erpen que procesó una masa enorme de documentos, declaraciones testimoniales, indagatorias, pruebas documentales y pericias técnicas, arroja un panorama esclarecedor sobre un centro de detención que funcionó desde principios de 1977 a finales de 1978, cuando fue desactivado y configuró un caso atípico entre el resto de los centros desplegados en el área 113.

La cueva de la bruja. Según los relatos de los sobrevivientes (ver entrevista a Ricardo Molina) el nombre “La Cacha” estaba referido al personaje de Hijitus, la bruja Cachavacha, que tenía una escoba que “hacía desaparecer gente”. La dinámica interna de este centro clandestino se caracterizó básicamente por dos aspectos novedosos: era un centro “interfuerzas” donde actuaban el Ejército, la Marina y personal penitenciario en forma relativamente independiente; en él se aplicaron técnicas de reunión de información más sofisticadas que en otros centros y algunos de sus interrogadores eran estudiantes de las Facultades de Agronomía y Veterinaria de la Universidad Nacional de La Plata devenidos en agentes civiles de inteligencia.
La creación de La Cacha es indicativa de un momento –desde diciembre de 1976– en el que las fuerzas represivas buscaban precisar, hacer más eficiente, más “científico” el trabajo de inteligencia apuntando no sólo a la obtención de información de uso “táctico”, sino a una perspectiva de más alcance: obtener la colaboración activa y elquiebre ideológico de algunos detenidos.
Las patotas secuestraban a los objetivos y los entregaban al personal de guardia o al grupo de interrogadores de la fuerza que correspondía. Una vez concretadas las sesiones de tortura, el secuestrado era custodiado por guardias que hacían turnos de 24 por 48 horas y eran alternativamente pertenecientes a alguna de las fuerzas mencionadas. Estos guardias tenían vedado interrogar o interactuar con los detenidos, que “pertenecían” a quienes los habían “levantado”. En la práctica, esta compartimentación no siempre se respetaba y debido a ello existía cierto intercambio, cierto diálogo con algunas guardias, que fue la base de información valiosa para la instrucción de la causa judicial. Pero también es cierto que muchos de estos intercambios eran promovidos por los agentes civiles de inteligencia que hacían guardia en La Cacha con el objeto de ganarse la confianza de los secuestrados y extraer información.
La construcción constaba de un sótano, una planta baja y un primer piso. Se sabe –por testimonios de sobrevivientes– que en el entrepiso entre la planta alta y la planta baja donde los prisioneros permanecían encadenados, se habían instalado grabadores. Esto fortalece la presunción de que la relativa flexibilidad que mostraban algunos guardias era parte de una maniobra destinada a obtener información no en base a la presión del maltrato y la tortura, sino al clásico juego del “policía bueno” o a los diálogos entre los detenidos cuando éstos suponían que no estaban siendo vigilados.
Otro aspecto indicativo de la combinación de diversas técnicas de inteligencia fue la participación activa de secuestrados “quebrados” que colaboraban con los represores en la obtención de información incluso durante las sesiones de tortura, cotejando los dichos de las víctimas con su propia información y orientando a los interrogadores en las preguntas. También entrevistaban detenidos en interrogatorios sin tortura (ver entrevista a Javier Quinterno) planteando discusiones en torno a cuestiones políticas e ideológicas, mostrando las ventajas de transformarse en colaborador, de cambiar de bando.
Uno de los rumores que circulaban por La Cacha –seguramente promovido por los represores– aludía a la existencia de una “Cacha o Cachavacha Súper Star”, un lugar retirado, supuestamente una quinta donde una vez superada la instancia de la tortura, algunos de los secuestrados –quizás los menos comprometidos– serían ubicados con un régimen más benigno, con visitas de familiares, sin maltratos ni privaciones, un módico Paraíso después del infierno al que supuestamente eran trasladados algunos de los detenidos que habían colaborado. No hay noticias de que ninguno de ellos haya sobrevivido
















Entrevista. Ricardo Molina. Sobreviviente
Año 5. Edición número 205. Domingo 22 de abril de 2012

Por Daniel Cecchini y Alberto Elizalde Leal
dcecchini@miradasalsur.com
“Soy El Francés, mirame bien”

Para fines de abril de 1977, Ricardo Victorino Molina –Pancho para sus compañeros y también para sus secuestradores– tenía pocas esperanzas sobre su futuro. Llevaba más de diez días tirado sobre una colchoneta, encadenado a la pared, encapuchado, con el cuerpo marcado por la tortura. Fue entonces cuando uno de los guardias de los “Carlitos”, pronunció una frase que le reveló dónde estaba. Todavía hoy la sigue escuchando en su memoria: “¿Saben donde están, terroristas, zurdos de mierda? Están en La Cacha, de la Bruja Cachavacha, que hace desaparecer personas”, gritó, y esa frase rebotó en las paredes y se metió entre los tabiques que separaban, uno por uno, a los diez o doce detenidos que había en la planta baja de la construcción. Con el tiempo, Molina llegaría a descubrir que también había un sótano y un primer piso, pero a él nunca lo llevaron allí.
Pancho tenía 28 años, integraba la Comisión Interna de Kaiser Aluminio y militaba en la JTP. Lo secuestraron la noche del 14 de abril de 1977, en las afueras de La Plata, en la casa de su hermano Babi(ex concejal peronista, que zafó de milagro porque no lo identificaron). “Escuchamos ruidos afuera y después un voz, por un altoparlante, diciendo que la casa estaba rodeada y que teníamos que salir. Por el altoparlante, también, preguntaron quién era Ricardo Molina. Cuando les dije que era yo, me corrieron a un costado, me hicieron poner de rodillas, me ataron las manos atrás con mi cinturón, me encapucharon con mi pulóver y me subieron a un Torino blanco, de cuatro puertas, en la parte de atrás”, le dice a Miradas al Sur, 35 años después. Del viaje recuerda los culatazos de Itaka, preguntas sobre volantes y armas y que, al llegar, un tipo grandote (luego sabrá que era el penitenciario Héctor Acuña, El Oso), lo levantó de los pelos y lo sacó del auto. De ahí, encapuchado, directamente a la parrilla. Quien lo interroga es el mismo que dirigió el operativo. Un tipo al que llaman El Francés y que –aunque Molina no lo sabe todavía– es uno de los tres que dirigen el centro clandestino de detención.
Los dos o tres primeros días fueron de torturas e interrogatorios fuertes y precisos. “El Francés sabía lo que me preguntaba. Tenía mucha información sobre mí. Incluso me dijo que había mandado a pedir mi legajo a la fábrica. Me preguntaba sobre la CGT de la resistencia, cómo se iba a organizar. También sobre mi vinculación con Montoneros. Sabían que la estructura sindical estaba desmantelada, tenían información fina sobre la situación”, precisa Molina. Después de eso no volverán a torturarlo, a excepción de algunos golpes ocasionales.
Una de esas ocasiones fue cuando lo sacaron encapuchado y lo metieron en el baúl de un auto, unos veinte días después de su detención. “Llegamos a un lugar y escuchó órdenes y gritos. Estaban haciendo un operativo. Al rato me sacan del baúl y me dicen que me van a sacar la capucha y que tengo que reconocer a un tipo, a un talCoco. ‘No conozco a ningún Coco’, les digo. Y ahí se dan cuenta de que se equivocaron, que no era yo el que podía reconocerlo. ‘¡Boludo, éste no es! ¡La puta que te parió!’, le dijo uno a otro. Me cagaron a trompadas por su propia equivocación pero, eso sí, el tal Coco esa vez zafó”, dice y sonríe.
Todavía hoy Molina no sabe por qué, casi al final de su permanencia en La Cacha, lo llevaron a ver a su mujer, Liliana Galarza, de 22 años, a quien habían capturado, embarazada, en noviembre de 1976. Tal vez lo hicieron para quebrarlo, pero no lo sabe. “Te manda saludos la enana de jardín”, le dijo El Francés un día, “según como venga la mano te voy a llevar a verla un día”. Pancho se quedó helado, porque la creía muerta. “Unos días después, El Francés volvió y me dijo que me iba a llevar a conocer a su hija. Me subieron encapuchado al baúl de un auto y me llevaron a un lugar que después supe que era Cuatrerismo, en 55 entre 13 y 14. Me llevan a un sótano, me sacan la capucha y me encuentro frente a Liliana con el bebé en brazos. Fueron cinco minutos y a ella nunca más la volví a ver. A la vuelta El Francés me dijo: ‘¿Viste que no somos tan hijos de puta?’. Yo estaba impactadísimo”, cuenta. Liliana Galarza sigue desaparecida. La hija de Molina fue entregada a sus abuelos.
Pancho tampoco sabe por qué, después de eso, El Francés decidió destabicarse con él. Lo hizo llevar a su presencia, le hizo sacar la capucha y, cara a cara, le dijo: “Mirame bien, Pancho. Yo soy El Francés. Yo soy el que te detuvo. Y yo te llevé a ver a tu mujer, para que digas y veas que no somos tan hijos de puta. Pero te digo una cosa: es muy probable que zafes. Si zafás y nos cruzamos en la calle, tirá primero, porque yo te voy a tirar”.
Dos días después, Ricardo Molina fue entregado y “blanqueado” en la Comisaría Octava de La Plata y luego trasladado a la Unidad 9. Treinta y cinco años más tarde, en el juicio, volverá a estar cara a cara con El Francés.

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