lunes, 9 de abril de 2012

EN EL MARCO DE LA MEGACAUSA CAMPO DE MAYO, SE DENUNCIO EL HOMICIDIO DE FRANCISCO SOARES EN 1976

El asesinato del cura zapatero

El padre Pancho Soares era conocido en Tigre por su opción por los pobres y su compromiso social. Fue una de las primeras víctimas eclesiásticas del terrorismo de Estado. Su caso fue denunciado la semana pasada ante la Justicia Federal.

Soares fue, desde 1966, párroco en Nuestra Señora de Carupá, en Tigre.

Era obrero porque no hubiera podido vivir de otra forma, decía el padre Francisco “Pancho” Soares. En los barrios de Tigre lo conocían como el cura zapatero, el de la bicicleta destartalada; por su opción por los pobres, su compromiso social de cambio. Pero molestaban su actividad “traidora a la fe católica, apostólica y romana”, su “peligroso” liderazgo y su discurso revolucionario, al establishment y a las jerarquías del Ejército. Fue una de las primeras víctimas eclesiásticas de los militares, asesinado en el verano del ’76, días después de realizar un responso en el que se señaló con nombre y apellido a los responsables del secuestro, tortura y fusilamiento de tres delegados gremiales peronistas. Su caso fue denunciado la semana pasada ante la Justicia federal en el marco de la megacausa Campo de Mayo por crímenes de lesa humanidad.

El sol despuntaba sobre las casillas de chapa y madera en el barrio de Carupá. J.C.V., un vecino de 30 años, atravesó las calles y el barro que lo separaban de la Capellanía y golpeó la puerta del padre Pancho. Otros testigos contaron que era costumbre que todas las mañanas le convidara unos mates. Pero ese día fue diferente. “A la madrugada se escucharon tiros y al salir vi un auto que se alejaba por el camino de tierra rumbo a la Panamericana”, dijo J.C.V. a la prensa ese 13 de febrero de 1976. La casa del cura, tan humilde como el resto, tenía una ventana abierta de par en par: Soares estaba en el piso, cubierto en un charco de sangre, su cuerpo desfigurado. Arnaldo, el hermano discapacitado del sacerdote, había sido herido también, y pedía ayuda. Moriría meses después en un hospital.

Nadie puso en duda por qué lo habían matado. Algunos medios deslizaron que había sido asesinado en su auto, cuando todo Carupá sabía que su único medio de transporte era la bicicleta desvencijada con la que recorría las villas. Los vecinos venían notando movimientos sospechosos. Militares, policías y gente de civil pasaban a pie o en auto, acechando la capilla. Era vox populi que Soares había sido amenazado de muerte por su compromiso con la justicia. Por eso, el día de su muerte, un grupo de mujeres corrió a la casilla y rescató los sesos del sacerdote, que depositaron en una pequeña caja bajo el altar. Son los únicos restos que quedaron de él.

Los archivos de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (Dipba) son aún más esclarecedores al respecto. Un breve informe de la institución destaca el detonante para que “un comando ‘civil’” lo asesinara: “Dos delegados gremiales de ‘Astilleros de Astarsa’ y la señora de uno de ellos habían sido secuestrados, torturados y asesinados en esos días. Esta chica era catequista (sic) en la capilla de Carupá y fue encontrada muerta por desangramiento, con un pecho arrancado. La misma Policía de la Regional de Tigre se adjudicó el hecho, por supuesto extraoficialmente, a modo de intimidación”.

Los intentos de sembrar terror no funcionaron. “Era evidente –sigue el documento– la agresión a la voz de la Iglesia: Soares denunció en los funerales de la señora este hecho, señalando a sus responsables con nombres y apellidos.” Se desconoce cuál fue el contenido completo de las palabras del padre Pancho ese día, pero una vecina reconoció, años después, que el cura le dijo que temía que, esa vez, hubiera dicho demasiado. Una semana después estaba muerto.

A 36 años, la denuncia se constituyó ante el Juzgado Federal en lo Penal y Correccional Nº 2 de San Martín, a cargo de la jueza Alicia Vence. Graciela Carrel (48) es una de las demandantes. En su trabajo la apodan “la catequista villera”, pero no siempre caminó el barrio de San José y las villas de Tigre llevando la palabra del Evangelio. “Yo era una ama de casa corriente. No sabía nada de Pancho, hasta que empecé a tener un sueño recurrente en que me llamaba. Fue muy perturbador. Lo hablé con psicólogos, familiares y con la gente de la parroquia. Fue recién cuando empecé a averiguar más que descubro que Pancho había sido asesinado de una manera muy vil, producto de su elección por los pobres, y de ahí que se lo llamara tercermundista aunque, de hecho, el no había firmado ese documento. El iba a las casas, agarraba una pala y se ponía a hacer la zanja con la gente del barrio. Los ayudaba a organizarse.”

Nacido en San Pablo, Brasil, había llegado de muy pequeño con su familia al país, donde se nacionalizó argentino. Su inquietud, sin embargo, lo llevó a Chile, donde entró al Seminario Menor de los Asuncionistas, y luego a Francia para estudiar filosofía y teología. Finalmente, vuelto a Buenos Aires, pidió que se le permitiera instalarse en una villa miseria de pleno conurbano. En 1963 lo asignaron a la zona norte del conurbano, donde se hizo conocido en las barriadas pobres de Villa Adalguiza, San Fernando, y de Villa Barragán, Tigre. Desde 1966 fue párroco en Nuestra Señora de Carupá, en Tigre.

“Yo quería una vida de pobreza. No podía vivir ni del Obispado, ni de los ricos, ni de mi familia”, explicó a la revista Panorama en 1965. “No distribuyo caramelos, ni juego al fútbol con ellos. He visto demasiado espectáculo de iglesias.” Lo que había comenzado como la formación de dos vecinos en la producción de plantillas, terminó convertido en una numerosa cooperativa de trabajo. Al apodo de “cura zapatero” le siguieron otros. Fundó la Comunidad Juan XXIII, fábrica comunitaria de baldosas, donde él mismo trabajaba. Además, para ganarse la vida, traducía textos al francés y se empleó en la contaduría de un supermercado local.

Al sacerdote Pancho Soares lo asesinaron un mes antes del golpe militar; al padre Carlos Mugica, el 11 de mayo de 1974; al cura Enrique Angelelli, el 4 de agosto de 1976; y a las monjas francesas,

Léonie Duquet y Alice Dumont, en 1977. Todos fueron representantes de ese sector de la Iglesia “que no claudicó ante las bandas fascistas, ni ante el poder militar o policial o político –dice el texto de la demanda–. Sus conductas y formas de vida fueron todo lo contrario de aquella jerarquía de la Iglesia Católica que brindaba apoyo a los militares. De lo contrario, ¿cómo se puede explicar la tibia reacción episcopal ante crímenes particularmente atroces contra su propia gente? Los propios capellanes militares los habían denunciado (a los curas obispos y monjas llamados “del tercer mundo”) como traidores a la ‘fe católica, apostólica y romana’”.

Adriana Fernández, la otra demandante, abandonó hace algunos años la catequesis, cuando hace más de una década empezó a investigar los crímenes de lesa humanidad. “Comencé a buscar comprender por qué se asesinó a toda esta gente religiosa, y no sólo en la Argentina, que estaba comprometida con la realidad de un pueblo oprimido, casi siempre por alguna dictadura”, explica ahora la referente de la Teología de la Liberación. “En esos tiempos –sigue–, montar cooperativas de trabajo no era algo común como hoy. Muchos de los curas tercermundistas trabajaron en fomentar la creación de comunidades, entre ellos Angelelli en La Rioja. Pero no fue sólo eso. No podemos quedarnos sólo con la imagen del ‘curita bueno’, esa que quieren memorar en la Iglesia. El padre Soares era un cura revolucionario, comprometido tanto en lo social como en lo político. Me contaron, casi en voz baja, que cada vez que mataban a un peronista era él a quien llamaban para dar la misa y que prestaba la capellanía para que Montoneros pudiera hacer sus reuniones.”

En 1974, dos años antes de morir, los archivos de la Dipba recogieron que Soares ofreció una misa en memoria de dos personas, cuyos nombres aparecen tachados, en la Capilla Nuestra Señora del Perpetuo Socorro “con una asistencia de 600 personas”. El número extrañó a Adriana, ya que la localidad de “Rincón de Milberg era un lugar bastante despoblado y muy inundable, aunque puede que fuera organizada por la Juventud Peronista (JP) y, entonces, asistieran militantes de otros barrios”. Según pudo averiguar por su cuenta, la ceremonia se oficiaba en memoria de los militantes de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) Manuel Belloni (24), padre de la actriz Victoria Onetto y fundador de la JP de San Fernando, y Diego Ruy Frondizi, ayudante de carpintería de 23 años.

En la misa de responso, oficiada a tres años del asesinato de los fusilados presuntamente por la Policía de Buenos Aires el 8 de marzo de 1971, Soares dijo –según la Dipba– que “los dos compañeros (fueron) caídos bajo las balas del imperialismo y el capitalismo”. Además, el escrito policial señala que el cura hizo un llamado a continuar “la lucha siguiendo el ejemplo de Jesús revolucionario, hasta conseguir la liberación argentina y luego de América toda”. Y agrega que “manifestó acto seguido que ‘Argentina es el mejor país para empezar la lucha de la liberación y que se debería recurrir a las armas si fuera preciso’”.

Las dos mujeres tardaron años en desentrañar la historia, oculta tras el terror sembrado por la dictadura. Pablo Llonto, abogado demandante, subrayó que “se responsabiliza a las autoridades del Area 410 del Ejército, encargada de la represión en los partidos de Escobar y Tigre, y a cargo de la Escuela de Ingenieros dependiente del Comando de Institutos Militares, Campo de Mayo”, que desarrollaron el plan sistemático de exterminio planificado y ejecutado desde antes del golpe del 24 de marzo de 1976. “Y también (se acusa) a las comisarías y unidades regionales del lugar por dar la zona liberada.”

El padre Pancho “fue asesinado por su ideología”, reitera Adriana Fernández. “No podemos quedarnos con que fue una buena persona, un ejemplo. Se lo debemos a él y nos lo debemos como sociedad nosotros. Necesitamos reivindicar las vidas de quienes resistieron, diferenciándose de la Iglesia cómplice de la dictadura. El Vaticano nos baja los santos de los que podemos hablar, que nunca son nuestros referentes latinoamericanos, que no tienen nada que ver con nuestra religiosidad popular. No van a entrar nunca, por ejemplo, ni el Gauchito Gil, ni monseñor Angelelli, ni la monja francesa Alice Dumont. Para la cúpula eran marxistas, obispos rojos, que ponían en peligro el catolicismo. El padre Soares era un militante y es necesario que se le haga justicia.”

La revista Panorama reproducía en 1965 lo siguiente:

Pancho cruza una calle de tierra en su bicicleta.

–¡Una monedita, padre!

–No le pidas, Mechi, que el padre es tan pobre como nosotras.

Fuente: pagina 12

rosario

SANTA FE › Nota de tapa

La hora de la justicia


El 3 de julio, a las 10, comienza en Rosario el postergado juicio por la masacre de la calle Juan B. Justo de San Nicolás, donde fueron asesinados Omar Amestoy, María del Carmen Fettolini y Ana María del Carmen Granada, así como los niños Fernando y María Eugenia Amestoy, de 3 y 5 años. El único sobreviviente fue Manuel Gonçalves, que tenía cinco meses y reconstruyó la historia.



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COMIENZA EL 3 DE JULIO LA CAUSA DE SAN NICOLAS

El juicio tan esperado


Manuel Gonçalves, sobreviviente de la masacre de calle Juan B. Justo.

Para Manuel Gonçalves, una larga historia de búsqueda de justicia cerrará otro capítulo el próximo 3 de julio, a las 10, cuando el Tribunal Oral Federal número 2 de Rosario inicie el juicio por la masacre de la calle Juan B. Justo, el operativo que fuerzas conjuntas del Ejército, las policías Federal y bonaerense realizaron, con más de 40 efectivos, en la madrugada del 19 de noviembre de 1976, en pleno centro de San Nicolás. Manuel tenía 5 meses. Es el único sobreviviente del ataque, ya que su madre Ana María del Carmen Granada atinó a dejarlo dentro de un placard y rodearlo con un colchón para evitar que lo ahogaran los 30 cartuchos de gases lacrimógenos tirados por los represores. Los otros dos niños que estaban en la casa: Fernando y María Eugenia Amestoy, de 3 y 5 años, murieron, ya que en el baño no estuvieron a salvo de las emanaciones. Los adultos, Ana María, Omar Darío Amestoy y María del Carmen Fettolini fueron acribillados. El proceso que se iniciará, tras largas dilaciones, tiene tres imputados: el coronel Manuel Fernando Saint Amant, principal responsable de la represión en la zona, el policía Antonio Federico Bossie y el comisario general (RE) Jorge Muñoz.

La pericia realizada por el TOF 2 indica Saint Amant es imputable: está en condiciones de ser sometido a juicio, de modo que el 3 de julio deberá sentarse en la sala de audiencias para escuchar las acusaciones en su contra. La pericia fue realizada por profesionales de las facultades de Medicina y Psicología de la Universidad de Buenos Aires y de la Asociación Médica.

Manuel vivió 19 años con una identidad fraguada, ya que tras la masacre, el juez de menores de San Nicolás, Juan Carlos Marchetti, lo entregó en adopción sin buscar a su familia. Desde que recuperó su verdadero nombre comenzó una investigación para reconstruir la historia. Manuel fue querellante en la causa contra Luis Abelardo Patti por la asesinato de su padre, Gastón Gonçalves, que terminó con una condena a prisión perpetua. Además, Manuel denunció a Marchetti por sustracción de identidad.

Ana María tenía 26 años, y su compañero (Gastón) había desaparecido cuando ella estaba embarazada. En la clandestinidad, afrontó el embarazo. Manuel no recordaba la masacre, pero había un registro inconsciente de lo ocurrido cuando sólo era un bebé de cinco meses. "Tenía muchos problemas de anginas y cuando tenía fiebre, gritaba: 'Por favor, sacá a los soldados de acá'. Veía en la habitación gente que revolvía todo. Después, fue inevitable relacionar esos sentimientos con lo ocurrido", relata Gonçalves, ansioso por el comienzo del postergado juicio, que debía iniciarse en agosto del año pasado.

Manuel estuvo cuatro meses con custodia policial en el hospital de San Felipe, en San Nicolás. El juez no intentó buscar a su familia. Las enfermeras recuerdan que, si el policía entraba con gorra, el niño lloraba desconsoladamente. "Claramente, fueron a matar a todos", afirma Manuel, que es patrocinado por Ana Pipi Oberlin.

Cuando supo, a los 19 años, que era hijo de Ana María y Gastón, Manuel necesitó armar un rompecabezas. "Reconstruí mi historia para encontrarme a mí mismo, por eso fui a hablar con vecinos y también pudo entrar a la casa de Juan B. Justo al 600. "Estaba todo muy a flor de piel, que había habido un solo sobreviviente, los vecinos relataban lo ocurrido. La casa tenía muchísimos impactos de bala, si bien hoy no parece que haya sido atacada", rememoró el joven.

Además de la masacre, el TOF 2 acumuló otras dos causas por hechos ocurridos en San Nicolás. Son las causas "Alvira", en que Saint Amant está procesado por la desaparición forzada de María Cristina y Raquel Rosa Alvira y de Horacio Arístides Martínez, y la causa "Mastroberardino", en que el ex jefe del Area Militar 132 está procesado por la privación ilegal de la libertad y torturas a José Emilio Mastroberardino.

Fuente: Rosario 12





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LA HISTORIA DEL “COMBATE” DE LAS MELLIZAS, UNA SANGRIENTA MENTIRA DE LA DICTADURA

El cuento del “enfrentamiento”

En noviembre de 1976, la Federal y la policía de Santa Fe se tirotearon por error en una casa de San Nicolás. Hubo muertos y un herido que el año pasado denunció a Montoneros. De esa causa surgió la verdad de cómo se inventaban batallas para justificar masacres.

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El matrimonio Trod en la casa de Las Mellizas.

El 18 de noviembre de 1976 un grupo de la policía de la provincia de Santa Fe entró a una casa operativa de Montoneros, en el barrio Las Mellizas de San Nicolás. No estaban sus habitantes, el matrimonio Trod, sólo el sereno de la pequeña carpintería que habían montado. Los policías se tiraron cuerpo a tierra en el patio trasero de la casa, para atrapar a la pareja en una ratonera. Justo entonces entró otro grupo por la puerta de adelante, esta vez de la delegación de San Nicolás de la Policía Federal. Según los testigos, en ese momento hubo un breve y sangriento tiroteo. Una granada explotó contra el cerco de la casa de al lado y las esquirlas marcaron las paredes. En el tiroteo murieron el sargento Vicente Testa y el cabo Carlos Alberto Loyola de la Federal, y quedó herido en una pierna el oficial santafecino conocido como Alfredo Douglas o Eduardo Dogour. El combate entre los dos grupos de policías se presentó horas después, ante la prensa y en partes internos, como un cruento “enfrentamiento con grupos extremistas”. Fue una mentira que tuvo efectos inmediatos en nuevos operativos y masacres, y que recién ahora acaba de descubrirse.

El cuento de la batalla con la guerrilla acaba de ser descubierto en una investigación a cargo del fiscal federal de San Nicolás, Juan Murray. La paradoja es que la verdad surge por una denuncia del oficial herido, que se hacía llamar Douglas o Dogour según la época, y que quiso acusar a los grupos guerrilleros por sus heridas. Murray rechazó la denuncia pero siguió investigando los eventos de esa noche en una causa en la que hubo varios testigos de identidad reservada y en el que el oficial denunciante quedó acusado. El resultado está mostrando la verdadera trama del enfrentamiento entre las dos Policías, sino el montaje de la campaña de acción psicológica que tuvo efectos inmediatos en otra causa.

Rastros de mentiras

Ana Oberlín es querellante de la causa y explica la trascendencia de estos datos: “El caso demuestra con elementos de prueba algo que desde hace tiempo conocemos: que los integrantes de los grupos represivos, en su afán de legitimarse públicamente, presentaron eventos represivos propios como actos de las organizaciones armadas. La diferencia de éste caso es que los muertos son integrantes de las propias fuerzas represivas. Eso quiere decir que además de usar esos escenarios para neutralizar socialmente las atrocidades que llevaron adelante y enmarcarlas en una guerra con un enemigo concreto, presentaron los asesinatos de los dos policías como resultado del accionar de un grupo guerrillero y eso les permitió victimizarse”.

Este caso de 1976 fue usado horas después para justificar un allanamiento a una vivienda en un caso que se recuerda como la Masacre de la calle Juan B. Justo, dice Oberlín. “Ahí mataron a una familia y a dos niños muy pequeños, cuyas muertes resultaban intolerables, incluso en esa época, en la que muchas barbaridades eran aceptadas por una parte de la sociedad. El asesinato de niños les resultaba difícil de presentar públicamente, a diferencia del de adultos. Sobre ellos no podían decir que se hubiesen ‘enfrentado’ con las fuerzas, ni tampoco que hayan participado en organizaciones armadas. Este caso, el del barrio Las Mellizas, explicita que el accionar represivo para legitimarse realizó una campaña basada en mentir, incluso burdamente, sobre las actividades de las organizaciones armadas, cuyos miembros en realidad fueron aniquilados prácticamente en su totalidad en los primeros meses del golpe.”

Horas después de Las Mellizas, a las 4.30 de la madrugada del 19 de noviembre de 1976, las llamadas Fuerzas Conjuntas entraron a la casa de la calle Juan B. Justo en la que mataron a Ana María del Carmen Granada y la familia Amestoy: padre, madre y dos niños, María Eugenia de cinco años y Fernando de tres. Sólo sobrevivió un bebé envuelto en un colchón que veinte años después supo que era Manuel Gonçalves Granada. Los represores justificaron el ataque con los muertos de Las Mellizas, una mentira que todavía está convalidada en el inconsciente del barrio.

A esta altura parece que ya no es necesario volver a decir que con el discurso de “los enfrentamientos” la represión convalidó ejecuciones y sostuvo la teoría de la guerra. Pero estos casos empiezan a revisarse entre algunos expedientes como uno de los que empezó a trabajar el juez federal Daniel Rafecas. Allí no sólo se observa que la puesta en escena buscaba reforzar la idea del enemigo interno y peligroso. Sino que en los primeros tiempos de la dictadura era parte de una práctica para hacer aparecer, en ocasiones, los cuerpos de los militantes asesinados o camino a la ejecución. Con el correr del tiempo, esas formas se fueron profesionalizando con prácticas como los vuelos de la muerte. En ese contexto, lo que el caso de Las Mellizas también hace es mostrar un nuevo giro sobre esa situación: que hubo falsos enfrentamientos montados cuando los muertos eran incluso hombres propios.

La reconstrucción

Ernesto Rodríguez es historiador y colaborador del Equipo Argentino de Antropología Forense. Autor de la reconstrucción sobre el barrio Las Mellizas que fue punto de partida de la investigación. El trabajo es importante porque detalla no sólo el hecho sino que lo ubica en una cadena de sucesos que empezaron un día antes y terminaron luego con la entrada a la casa de la calle Juan B. Justo.

“El primer dato apareció un día antes: el 17 de noviembre de 1976”, dice Rodríguez. “La Columna Norte de Montoneros hacía una reunión a ‘cielo abierto’ en los márgenes del arroyo Pavón, en Villa Constitución. Eran a cielo abierto porque no podían reunirse en una casa, por las condiciones de seguridad y de represión. Usaban lugares donde podían simular un día de campo o de pesca. Esa vez los sorprendió el Ejército. Asesinaron a tres militantes: Uriel Rieznik, Osvaldo Cesar Abbagnato y Alfredo Mancuso. Y detuvieron al jefe de la Columna, Carlos Armando Grande. La caída proporcionó información, y allí marcaron un nuevo blanco para el día siguiente: la casa operativa que había construido Montoneros en el barrio Las Mellizas, en el cruce de las calles Schubert y Chopin.”

Las calles del barrio llevan nombres de músicos. El lugar está al norte de San Nicolás, separado de Villa Constitución por un arroyo. Entonces era un área periférica, un barrio de obreros que en los setenta migraban a centros urbanos con déficit de habitaciones y alquileres muy altos. El barrio se pobló con quienes compraron un terreno y ubicaron una casilla de madera en el fondo con la idea de construir de a poco en la parte de adelante una casa de material, dice el historiador.

Al fondo del barrio estaba la casa operativa. “Montoneros la construyó entre fines de 1974 y comienzos de 1975. Los primeros habitantes estuvieron de agosto o septiembre de 1975 hasta mediados de 1976. Por las caídas, los trasladaron a Campana para reforzar el trabajo en esa ciudad estratégica del cordón industrial. Y en su reemplazo llegó la pareja de Jorge Trod y Cecilia Marfortt de Trod. Con ellos estaba Ignacio Valentín Sabena, de unos cuarenta años, sereno o cuidador, del que los vecinos todavía se acuerdan haciendo trabajos en una pequeña carpintería armada en el terreno de la casa desde donde se hacían los bancos para la capilla del barrio.”

Entre la casa y el taller había un patio. Y en la casa había un sótano profundo, de tres metros de fondo por tres de ancho, al que accedían a través de un sofisticado sistema hidráulico ubicado en el baño. En el sótano guardaban volantes, armas, explosivos y un mimeógrafo.

La noche del 18 de noviembre, entre las 20.30 y 21, entró el primer grupo de policías. Luego entraron los otros. Y por último, el Ejército. Nadie sabe cuántos tiros se dispararon, pero el historiador da algunas dimensiones: “En el terreno lindero había una casilla de madera separada por un cerco de ligustro. Una granada explotó sobre esas plantas y los disparos perforaron las paredes de la casa. Los impactos fueron tan fuertes que alcanzaron el moisés de un recién nacido que dormía del otro lado de esa casa, así que los riesgos para bebé fueron grandes”.

La investigación determinó que después de la llegada del Ejército tomaron prisionero a Sabena. “Lo agarraron a la vista de todos los vecinos, lo torturaron salvajemente para sacarle información sobre los Trod, lo llevaron hasta el frente de la casa, le hicieron apoyar las manos en una Estanciera, le golpearon y le dispararon las manos. Aparentemente lo asesinaron en ese mismo lugar para cubrir esa situación complicada que les había provocado el enfrentamiento entre ellos”, considera el historiador.

Mientras tanto, los Trod se habían alejado del barrio. Una vecina los esperó en la entrada. Cuando llegaban en una moto los paró para contarles del operativo. Los dos escaparon y se refugiaron en la casa de Amer Francisco Iriart, otro compañero, que los alojó alrededor de un mes en Arroyo Seco, como él mismo declaró en la causa. Los Trod no pudieron declarar porque los secuestraron el 10 de enero de 1978 en Zárate, junto con sus dos hijos, Mariano y Carolina. Antes de dejar la casa, los represores robaron muebles y enseres, y los objetos escondidos en el sótano, entre ellos el mimeógrafo.

El montaje

En ese mismo momento comenzó el montaje. A Sabena lo arrojaron muerto en un barrio llamado Alto Verde, cerca de San Nicolás. Y a la prensa le hicieron el relato que todavía hoy persiste. “En el enfrentamiento acontecido en barrio Las Mellizas, perdieron la vida dos suboficiales de la policía federal y un agente resultó herido”, publicó el diario El Norte de San Nicolás el sábado 20 de noviembre de 1976. “El tiroteo se produjo aproximadamente a las 21 donde fuerzas conjuntas, tras haber sido atacadas, iniciaron una espectacular persecución de sus agresores, llegando así a la vivienda donde se guarecieron en un principio, produciéndose un intenso tiroteo donde se logró abatir a un elemento subversivo, sufriendo las fuerzas del orden las bajas del sargento Vicente Testa y del cabo Carlos Alberto Loyola. Una joven pareja que se encontraba en el interior de la finca allanada logró ponerse a la fuga, eludiendo en primera instancia el cerco policial.”

En el diario La Opinión la versión publicada fue más o menos la misma. Allí se decía que “las fuerzas legales fueron recibidas con disparos de armas de fuego, produciéndose un enfrentamiento”. También que “como resultado del mismo fue abatido un delincuente subversivo del sexo masculino”. Y luego explicaron que se hizo rastrillaje “lográndose detectar a uno de los fugados, que fue abatido en barrio Alto Verde”. Hablaron del sótano como “habitación subterránea de nueve metros cuadrados” con “una imprenta, bombas tipo vietnamita con una carga de dos kilos y medio de explosivos cada una, armamento de distinto tipo, municiones varias, documentación y panfletos de la organización declarada ilegal en 1975”.

En las próximas semanas empieza en Rosario el juicio oral por la masacre de la calle Juan B. Justo. Oberlín tuvo hace días una inusual discusión a viva voz con la abogada de los represores Valeria Corbacho. Allí discutieron uno de los puntos que demuestra cómo la versión instalada de Las Mellizas aún sigue en pie. Los abogados defensores pidieron a Douglas o Dogour que declare como testigo y también se lo pidieron a los hijos de los dos policías muertos.

ENTREVISTA CON EL HISTORIADOR ERNESTO RODRIGUEZ

Una historia de atropellos

–¿En realidad qué pasó en Las Mellizas? ¿Por qué se enfrentaron?

–Yo no creo que haya habido alguna intención. Creo más bien que hubo una confusión. Supongo que no tuvieron tiempo de distinguirse, además los testigos dicen que un grupo estaba de civil. Calculo que vieron un movimiento y se produjo el enfrentamiento. Se miraban a través de un ventiluz y esa situación no les daba lugar a una visión pormenorizada: se dispararon, y luego salieron a montar esta farsa con la que al otro día justificaron otra masacre. Eso, creo que fue una equivocación y montan la mentira para ocultar qué sucedió entre ellos y para hacer aparecer a los otros como los asesinos.

–¿Por qué los grupos llegaron separados?

–Por el operativo del día anterior, la información la tenían las distintas fuerzas de seguridad. La mayoría de los operativos los organizaban de forma conjunta. Acá, el Ejército llegó después. Pero todos iban a llegar más tarde o más temprano. Yo no sabría decir por qué llegaron de esta forma, aunque creo que a lo mejor fue por un celo de mostrar más eficiencia en la lucha antisubversiva. O incluso, puede haber aparecido la idea de llegar antes para capturar, interrogar y quedarse con algún dinero.

–¿Cómo hizo la reconstrucción?

–La casa de ellos estaba al final del barrio. Yo encontré a dos testigos de esa época, y los dos son coincidentes, dicen que no hubo enfrentamiento; que Sabena no disparó, sino que quedó prisionero; que lo torturaron y asesinaron. Dicen que los enfrentamientos fueron entre las fuerzas operativas. La gente se acuerda, el barrio estuvo copado ese día: no podían ni salir ni ingresar. Además, conocían bastante a los Trod porque cuentan que los habían ayudado a hacer los bancos de la Capilla y se nota que tenían una fuerte inserción en el barrio: los conocían, eran queridos, tenían una vida social.

–¿Cuál fue el trabajo del EAAF en esto?

–El Equipo identificó los tres cuerpos del arroyo Pavón; Sabena ya estaba identificado pero más tarde identificó a las víctimas de la calle Juan B. Justo, entre ellos a Ana María del Carmen Granada, la madre de Manu Gonçalves, porque hacia ahí fueron un día más tarde, acusándolos de haberles matado a dos hombres.


Fuente: Pagina 12

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